Continuamos con la serie «¿Cómo leo? –Las lecturas y sus lectores». En esta quinta entrada, Paulina Macías escribe sobre sus lecturas y traducciones. «Cuando traduzco es cuando mejor leo», dice aquí Paulina.
Tengo todos los malos hábitos que constituyen a un mal lector: leo lento, me quedo dormida fácilmente, soy desordenada y ambiciosa y prefiero lo corto. También soy terca. Una de las cosas que más me reconforta, en esta recién adquirida adultez, es leer.
El acto mecánico de leer, es decir, interpretar una serie de signos y relacionarlos en el cerebro para darles un significado completo, me encanta. Leo lo que sea: letreros, revistas, ingredientes de pastas de dientes, folletos, ensayos, ficciones y recetas. Leo por entretener a mi cerebro y en consecuencia distraer a mi ansiedad. Leo como hago una operación matemática o como hago ejercicio. Si no existiera la literatura, leería de todas maneras.
Siempre me pongo unos retos literarios infames. Esto me hace dividir mi año lector (sí, leo por años) en dos.
La primera etapa casi siempre comienza por ahí de mayo. Me animo a leer una novela decimonónica, un clásico de la literatura, una cosa en otro idioma o algo tremendamente contemporáneo y me atoro ahí 7 meses, cuando bien me va. Comienzo el proyecto emocionada, luego me ataca el soponcio intelectual, me quedo en el capítulo 7 o 12 o 16 durante 5 meses y luego termino el resto en tres semanas.
En medio de eso, leo ensayos y, de vez, en cuando me doy permiso de un cuentito o algo así.
Todo el tiempo que me quedo leyendo aquella cosa imposible, veo pasar frente a mi tentaciones de todo tipo: cuentitos recién estrenados de escritores vivos, que hablan y dan entrevistas, poemarios, algunos chiquitos, otros más bien robustos, ensayos y cosas de actualidad. Todos se me antojan. El deseo se agrava porque, además, mi chico se los saborea frente a mí, los lee rapidísimo y salta de un libro a otro sin reglas. Lo peor: me los platica.
Cuando al final de los 7, 10 o 12 meses de proyecto ambicioso leo la última página de, digamos, La broma infinita, estoy hambrienta: quiero leer todo lo que no leí por estar comprometida con un solo autor. Entonces, me gasto todos mis ahorros y pierdo la vida social. En un fin de semana leo tres novelas y me sigo con otras 6 en los siguientes dos meses. En eso, se me pone en frente Madame Bovary en francés y comienzo de nuevo el ciclo.
Desde niña, son suficientes un par de cuadras y dos vueltas para que me ponga una mareada como de náufrago. En la escuela, cuando iba de viaje, nadie quería sentarse junto a mí; mi mamá olió a vomitada casi todos los viajes que hicimos entre mis 2 y mis 10 años. Entendí, luego, que la solución era dormirme. Si me dormía no me mareaba. El resultado: si me siento (con movimiento o sin movimiento) más de una hora seguida, me quedo dormida. Esto afecta tremendamente mi forma de leer. Cualquier intento de leer más de una hora se ve frustrado por un soponcio pesadísimo y, luego, por un sueño tan profundo como culpable. Todo esto para decir que cada vez que leo, antes o después, termino dormida.
Creo que el origen de mi gusto por la lectura –en el nivel mecánico y el intelectual– es mi interés por el lenguaje. En los dos niveles se interpreta, se intercambian signos, se da sentido a un pensamiento. Traducir es la cúspide de este ejercicio.
Traduzco, preferentemente poesía porque en lo cotidiano prefiero lo corto, lo pequeño –eso está contenido en mi nombre– y lo hago lentísimo, durante muchas horas: soy compulsiva e intensa. Incluso cuando dejo de hacerlo físicamente sigo pensando en la línea, en la cuenta de sílabas, en encontrar en mi cerebro la palabra que me ayude a respetar el ritmo sin alterar el significado. Me cuesta olvidar y, cuando traduzco, esto no es un problema. Al hacerlo debo buscar adentro de mí referencias y rastros. Traducir –leer– es una actividad que me da bola para justificar mis vicios. También mis virtudes.
La mejor versión de Paulina, creo, es la Paulina lectora. Y la mejor versión de la Paulina lectora es la Paulina traductora. Cuando traduzco es cuando mejor leo y, sobre todo, cuando traduzco es cuando más me parezco a quien soy.
En buena medida, conocer es traducir, dice Juan Villoro. Un buen traductor es, antes que nada, un buen lector; el gran conocedor de un texto. El traductor no sólo traduce las regiones explícitas de un libro, sino también, y sobre todo, el carácter implícito de las palabras, es decir, lo que está entre líneas: las ideas, el discurso, los sentimientos, el tono, el ritmo, el estilo, la espontaneidad del lenguaje; para decirlo de forma pomposa: el espíritu del texto. Traducir algo de forma literal es ir contra el sentido común. Por eso a veces es tan difícil encontrar una buena traducción, sobre todo de los textos que son de alguna forma poéticos. No existe problema alguno con el manual de la aspiradora; encontrar una buena traducción de Pessoa requiere un poquito más de tiempo. Al leer una traducción, hay que ser conscientes que siempre habrá una pérdida en el texto traducido. Por ejemplo, el español no tiene palabras para saudade, spleen o weltschmerz. Sin embargo, muy de vez en cuando, esa pérdida de la traducción puede llegar a ser paradójicamente una ganancia. Traducir del francés al español significa afrancesar el español, es decir, enriquecerlo. Una buena traducción enriquece el idioma. Breves recomendaciones: Elige editoriales que respeten la literatura. Algunos ejemplos de editoriales serias: Fondo de Cultura Económica, Cátedra, Alianza, Siruela, Nórdica, Acantilado, Pretextos, Sexto Piso y, casi siempre, Anagrama. Evita: Editores Mexicanos Unidos, Editorial Valdemar y Lectorum. Respeto editorial significa poner el nombre del traductor en algún lado. Googlea al traductor para ver qué tan reconocido es. Si en el libro no aparece ningún traductor, cómpralo para la chimenea. Invierte. Los libros con buenas traducciones suelen ser más costosos. El más caro no es el mejor traducido, pero el de $20 sí lo tradujo una máquina. Para poesía, conviene comprar una edición donde venga el poema original al lado del poema traducido. Así, por un lado, puedes sentir la oralidad y la plasticidad del alemán (aún sin entender palotada de lo que estás leyendo) y, por el otro, el significado del poema. Lecturas sobre la traducción: La tarea del traductor, de Walter Benjamin; El traductor, de Juan Villoro; Decir casi lo mismo, de Umberto Eco. ...
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