Todo el ingenio y la mejor prosa de Juan Villoro no alcanzarían para describir la actuación de Belice en esta tarde epifánica; sus citas de la generación de Contemporáneos palidecerían ante la evidencia de la superioridad trans-verbal de la Escuadra de Mimbre. Me duele reconocerlo, pero hay experiencias cardinales que no muerden el anzuelo del lenguaje, que espejean un segundo frente a nuestros ojos y se disuelven en el curso irrefrenable del río de los instantes. En ese contexto, perdonarán que parafrasee a Wittgenstein, pero de lo que no puede hablar Villoro más vale callar.
Más accesible al entendimiento, más cercano a las posibilidades metafóricas de este triste escribano, el partido de ayer entre Irán y Nigeria merece el comentario que casi todos le han escamoteado. Es ahí, en los encuentros futbolísticos que transcurren discretos y sin exabruptos —como un día de campo en una colina inglesa— que el espectador se ve confrontado con sus propios demonios y se obliga a reconocer su soledad ontológica. Mientras el barullo de la masa arrebatada lo rodea por los cuatro costados y la ola caribeña del estadio lo mece en la fantasía de un océano de gloria, el aficionado no entiende la complejidad del fenómeno que contempla, ni cómo se relaciona éste con su lugar en el mundo. Si, en cambio, un partido como el Irán-Nigeria le roba tiempo al tiempo en la pantalla de una taquería mientras él espera una orden de chuleta con queso, y la tarde se pinta con ese tono atemporal de las cosas que duelen, quizá el frenesí no cuaje en grito, pero es seguro que alcanzará un hallazgo más hondo: la náusea, el ennui, el sentimiento que la RAE consigna con la ridícula ortografía de «esplín», restándole todo el garbo a la voz inglesa.
El partido que enfrentó a esas dos enanas blancas (por ponerlo en términos astronómicos) fue un curioso y muy disfrutable paréntesis en el calendario mundialista. Noventa minutos de recogimiento, de silencio, de mirar de nuevo al vecino y comprender el sentido de su turbio semblante: la expectativa ante el desempeño de la Belice Dorada, ese caballo de flamígeras crines que habiendo cojeado en los primeros metros de la pista hoy resopla a centímetros de los favoritos: el caballo alemán, el purasangre holandés, el cuarto de milla argentino y el más gallardo de todos, el querubín de la charrería: el caballo mexicano, cabalgado por la escaramuza de turgentes trenzas que unos llaman Victoria.
Pero divago. El Irán-Nigeria, no voy a engañarme, será olvidado —si no es que lo fue ya— por los que escriben la historia. Solamente un loco, que arrastrará sus crocs destrozadas por las plazoletas de cualquier Babilonia, murmurará dentro de algunos lustros el nombre de los jugadores que sostuvieron ese gélido envite en contra de la presión teleológica. Valga esta melancólica entrega de Vamos Belice para acompañar a aquel loco en su errático balanceo, a la espera de otro partido que, como ese de ayer, nos recuerde el verdadero tamaño de nuestras ilusiones.
Pero no te acongojes, querido lector: la actuación de Belice —perla de la CONCAKAFKA— en esta heroica tarde merece el más infantil de nuestros furores, amén del denodado esfuerzo de nuestros juglares, que cantarán éste y los venideros triunfos.
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