Ante los refrescos de cola y bebidas gaseosas sabor limón, manzana, naranja y uva, un muy creativo emprendedor se vio forzado a innovar: «necesitamos un producto único, algo no visto y nunca imaginado por el mercado». De todas las frutas que pudo haber escogido para darle sabor y sobre todo originalidad a su nuevo producto, eligió la más distante y extraña: un fruto escandinavo, prácticamente desconocido en los trópicos: la grosella (Ribes rubrum).
En el norte de Europa la grosella suele utilizarse para hacer mermeladas y tartas. La tropicalización de estos dulces encarnó en un producto que parecía, si no radiactivo, sí por lo menos venido del futuro: el refresco de grosella.
Los primeros refrescos se vendían en las farmacias. El refresco de grosella fue una vuelta a los orígenes: sabía a medicina.
La competencia se quedó pasmada, sin habla. Esperaban un refresco de mandarina, de toronja, de pera, incluso de tuna, pero nunca de grosella. Ese color entre insólito y perverso fue un rotundo éxito entre las familias mexicanas que veían a los Jetsons y manejaban coches ridículamente aerodinámicos. ¿Cuántas botellas de refresco de grosella se habrán destapado mientras se televisaba el arribo a la Luna?
La saturación de color de los 80s y los gustos ridículos de los 90s no sólo mantuvieron el éxito del refresco de grosella, sino que lo aumentaron. Todo indicaba que iba a ser eterno; era un refresco que seducía incluso al infinito.
Alegremente no fue así. Todavía no ha desaparecido del todo: hay por ahí algunos hipsters nostálgicos que se regocijan en la infamia. El refresco de grosella sigue dando patadas de ahogado, pero, por fortuna, su extinción es ya inevitable. El refresco de grosella –esa bebida que recuerda al Dimetapp– fue arrojada ya al vacío; no tarda en terminar de caer y desaparecer de una vez por todas y para siempre y basta.
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