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La radio, breve muestrario del AM y FM en provincia

Cuando empezamos a escribir este artículo nos cayó una certeza de sopetón: hace mucho dejamos de escuchar la radio. Ahora la oímos como se oye la música de fondo en un restaurante, como un ruidito que lo único que hace es entrar y salir por nuestra cabeza.

Alguien nos dijo que la verdadera radio se mudó hace no mucho de las antenas transmisoras al podcast y el internet. Pero si las frecuencias fueron sustituidas por el Soundcloud, ¿qué es eso que nos acompaña todos los días en el automóvil?, ¿el esqueleto de un medio ausente de contenidos?, ¿un formato que ya no cimbra? Acá en provincia manejamos por Bernardo Quintana sin encontrar un programa local que no parezca catálogo de anuncios —los ingresos e intereses que se comen al medio.

Con un panorama semiapocalíptico, hemos decidido hablar de la radio que nos queda, el soundtrack de nuestra urbanidad.
 

De Córdoba a la carretera: breve historia de la radio

Agosto de 1921. Córdoba, Veracruz. El presidente Álvaro Obregón visita el estado para celebrar el centenario de la firma de los Tratados de Córdoba (la oficialización de la lucha independentista). Entre carros alegóricos, montañas y espectáculos de aviación, la primera transmisión radiofónica se estrena en el país. Ese mismo año, el DF y Monterrey comienzan a experimentar con la amplitud modulada (AM): pequeños realizadores independientes debutando en programas de una o dos horas con canciones y locuciones emitidas desde cabinas caseras (literalmente armadas en la comodidad del hogar). El radiotransmisor como tecnología metálica y futurista: ondas y vibraciones convertidas en palabras y melodías.

Las primeras emisiones de radio fueron los podcasts del siglo XX: iniciativas privadas sin límites de contenido, prendidas por el puro gusto de comunicar y presenciar el viaje de electrones. Luego aparecieron más emisoras, los radioescuchas se multiplicaron y las autoridades llegaron a poner orden en los changarritos sonoros; mientras las estaciones luchaban por convertirse en negocios rentables. Lo malo: en la intrépida búsqueda de nuevos públicos, alguien tuvo la idea de abusar del negocio con la propaganda política y el exceso de espectáculo.

No fue hasta mediados de los sesenta que el sonido monoaural perdió presencia mientras el de frecuencia modulada (FM) se popularizaba bajo la promesa de mejores tecnologías y sonidos de alta fidelidad. Con todo y el avance de otros medios masivos de comunicación (televisión, periódicos y revistas), la radio moderna se había quedado con la mayor audiencia mexicana: desde las costas norteñas de Baja California hasta los pueblos perdidos en la selva chiapaneca.

Pero algo sucedió en las siguientes décadas, el consumismo llegó para arrasar con los espacios publicitarios, los directivos se perdieron en alianzas y favores, el internet adquirió más fuerza y pronto divisamos tres claros ejemplos de programas: los espacios informativos, el top 10 de éxitos en tu idioma y el incallable chit chat.

Exceptuando los programas de denuncia periodística, los locutores confundieron un poco su responsabilidad social. Pararse frente al micrófono y dirigirse a millones de radioescuchas es —inevitablemente— un fomento a la calidad de pensamiento, un derroche de opinión que moldea el discurso interno del oyente. ¿Qué podrá dejarnos un programa donde Adela Micha dedica media hora a hablar de sus futuras vacaciones? ¿Qué hacer con alguien que define al último avión accidentado como algo tristísimo y pasa rápidamente a la boda de Kim Kardashian? El problema es la disonancia: desvalorizar los temas —serios o casuales— como si fuera murmullo barato de Starbucks.

Pero no todo está perdido. El año pasado escuchamos en la oscuridad de la carretera un especial con los grandes éxitos de Café Tacvba. Entre canción y canción, el locutor dedicaba un espacio para hablar del trasfondo musical y, sobre todo, el contexto social y cultural en el que fue estrenado cada sencillo. A lo largo de dos horas, recorrimos la historia moderna de México a través de la evolución del grupo. La locución (narración) acompañaba los acordes de los satelucos para transportarnos a los noventas, el sexenio de Zedillo, la llegada del siglo XXI y el disco compacto. Un ensayo sonoro brillante, imposible de reproducir en otro medio.

Ahí, entre kilómetros recorridos y el paparapapaeueo, descubrimos la gracia (y prevalencia) del radiotransmisor.
 

Muestrario radiofónico —los tipos de radio en provincia

La Grandes Éxitos. Musical, populachera y normalmente oída (jamás escuchada) en el tráfico citadino o el estéreo de cocina. Es la gran maravilla de la FM: radiofrecuencias con alta fidelidad para inspirarse a todo volumen con lo último de Camila o los éxitos atemporales de Luis Miguel. Se rige por la novedad y la nostalgia (y los anunciantes): lo mismo está la nieta twerkeando con Hanna Montana o la abuela murmurando un danzón. Su belleza (y deformidad) es la democracia sonora: música para todos.

La botuda. Como la musical pero con mucho, mucho Espinosa Paz. Frecuentemente sintonizada en radios portátiles y poderosas trocas. Es la madre de grandes joyas radiofónicas como el eco pronunciado de «laaaaaaa zeetaaaa» o los locutores tarareando sobre la pista musical. Lo que más agradecemos es su relación en vivo con el radioescucha: las llamadas, bromas y dedicatorias; ese cotorreo al aire, donde casi percibimos el destape de Tecates.

La informativa. Partidaria del medio como fuente informativa (y a veces como espectáculo). Periodística, intrépida e indagadora; a favor de la actualidad y los radioescuchas al tanto de todo. A veces divaga con la jerarquización de las noticias: el nuevo bache de la ciudad, el último escándalo político, el tradicional embotellamiento de Zaragoza, la preocupante desaparición de personas. Terror latente: un locutor con exceso de credibilidad que decida qué comunicar y qué no.

La politiquilla. Rastrera y ventajosa, por momentos confundida con la radio informativa. Se alimenta de comunicados de prensa y sospechosas donaciones. Su gran don es convertir en noticia los desayunos gubernamentales, el último evento oficial o las cifras de inversión y desarrollo. Heredera de la radio como propaganda política y estancada en los noventas —con todo y sillas de dependencia pública. Grillera si la administración en turno lo permite.

La chismosa. Parlanchina, como si la hubieran grabado en un café con las amiguis. En teoría: programas ociosos para radioescuchas ociosos. En la práctica: cuatro personas en modo figura pública, opinando sobre el conflicto israelí-palestino campechaneado con el último hit de Beyoncé y carcajeándose (cloqueándose) la mitad del programa. Sobrevive por su formato de chisme: la sensación de estar oyendo una plática que no deberías, algo casi privado. Es la versión auditiva del Facebook o las revistas de sociales: irrelevante pero necesaria, argüendera hasta donde llegue la señal y defensora del «todos pueden opinar». Híjoles.

La cultural. Nocturna y distorsionada, por momentos parece estar en sonido monoaural. Es la radio como difusor cultural: entrevistas con artistas desconocidos seguida de tres horas de huapango, soliloquios y declamaciones. Su labor es titánica: llevar el arte y la cultura hasta rincones insospechados de nuestro territorio. Lo malo: a ratos reniega de la radio comercial y termina con programas complicadísimos de señores que leen a Tolstói como si fuera canción de cuna (!).

La ciudadana. Aguerrida representante de la radio como conductor social y comunitario, sin cuotas de pago por mención o jingles improvisados. El extremo opuesto de la radio politiquilla: pequeñas estaciones —a veces montadas con lo mínimo— donde lo importante es transmitir identidad y pertenencia a través de las antenas. Algunas alfabetizan y sirven de foro para los ciudadanos, otras se exceden en lo local y le inventan a Doña Lulú un programa radiofónico de cocina gourmet. Plop.

La AM. Misteriosamente nostálgica. La radio AM son las sobras del sonido que solía dictar la vida social y política de nuestros abuelos. Ahora es un limbo de frecuencias con curiosidades como las transmisiones de partidos de futbol, programas acerca del béisbol, La Mano Peluda, canciones de 1950, los chistes de Trespatines y, de vez en cuando, el transmisor de un bebo dormilón. Toda una aventura sintonizarla.
 

La radio como eco

Con una fauna sonora donde pululan las estaciones-franquicia y los programas con patrocinios excesivos, nuestra radio provinciana parece el refrito de las estaciones capitalinas, puro reciclaje de contenidos. Aún así, la prendemos —porque algo tendremos que oír —, subimos el volumen y paramos la oreja cerca de la bocina.

Tal vez la radio se construye en la chusca carcajada, el tarareo dominical. Locutor y radioescucha rebotando ideas, ambos volteando la mirada a la ventana, con las antenas hacia el cielo nublado, perdidos en el flujo unilateral, descifrando quiénes somos y a qué sonamos; cada uno en su monólogo inaudible. La radio, eco de nuestra urbanidad.
 


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