Entre el consumista Santo Clos y el moralista Niño Dios, los Reyes Magos completan el combo quimérico de fin de año. En algún momento, nuestro imaginario virreinal se desbordó, lo aceptamos y terminamos con elefantes avistados, camellos en pleno suburbio, caucásicos disfrazados «del negrito», cartitas atoradas en los árboles y bebés de plástico.
Celebrar Reyes es regodearnos en la esquizofrenia colectiva, y eso lo hacemos muy bien en provincia: creemos en la llegada de los compinches con nuestros regalos (encargos), la celebramos y hasta nos la comemos en su versión más dulce: la Rosca de Reyes.
Decimos que es nuestra gran festividad provinciana porque solamente aquí se nos ocurre hacerle tanta juerga a la incoherencia: reyes y nigromantes, generosos en plena cuesta de enero, católicos pero con pocas referencias bíblicas, un revoltijo de historias y creencias; y entre más investigamos menos entendemos por qué los Reyes están tan presentes. Pero ahí está la importancia de nuestros magos: su disparatada presencia y provinciana vigencia.
Nuestros festejos navideños son una mezcolanza de costumbres gringas, ibéricas y de quién-sabe-dónde. Nos debatimos entre la idea de un gordito cocacolero de barba blanca y un bebo que vive en nuestros corazones. Creeríamos que con ellos nos bastaría, ¿cierto? Pues no, nuestra ficción se maximiza en el centro de México –o donde se deje– y hemos terminado con seres que rayan en lo más inverosímil de nuestros pueblotes (y todo bien justificado): los Reyes son lo más cercano a una adoración monárquica, se pasean en exóticos atuendos, cabalgan sobre animales que a duras penas vemos en el zoológico, coquetean con el racismo provincial y hasta cuentan con domicilio estelar. De niños ni lo pensamos, pero ya viéndolo más objetivo, los Reyes son exceso de mito, y eso de vez en cuando nos viene bien.
Interraciales y multiculturales, los Reyes Magos van de la mano de la Navidad (y tal vez de la ONU). En su versión casi histórica, Melchor, Gaspar y Baltasar fueron mártires y ahora sus restos residen en la catedral de Colonia, Alemania. En su versión religiosa, los tres representan al mundo antiguo conocido –Europa, Asia y África– que recibe a Jesús. Llamados magos por ser sabios y científicos, sus respectivos regalos en el pesebre –oro, incienso y mirra– son, además de una metáfora de la naturaleza real del Niño, la aceptación de un poder divino. Simbólicamente, una bofetada a la Ciencia.
En un día normal gano unos 70 pesos vendiendo globos en el centro, en Reyes gano hasta 1,500 pesos. Esos días cambio mis Bob Esponjas por los modelos tradicionales. Enero es mi agosto. Lo malo es que de pronto todos venden globos, ¡hasta el boleador de aquí enfrente!
~Juan, globero local
El evento de este bimestre bien podría ser solamente la partida de la rosca. Junto al pan de muerto, esta hogaza es el orgullo azucarado del Bajío: una mezcla de sabores como vainilla, mantequilla y naranja, de anheladas costras dulces y decorada con ate de frutas y acitrón (ese prohibido dulce que se extrae de las biznagas). Esto es lo mejor que pudimos haber horneado para empezar el año: merienda por excelencia, grandota para que acabe en reunión, blasfemia involuntaria y promesa para otro guateque: los tamales del Día de la Candelaria. Presentamos cinco de las versiones más comunes que hemos tenido el placer –o el disgusto– de haber mordisqueado:
Los Reyes llegan la noche del 5 de enero, pero la cartita se envía en globo desde el 4. La mañana del 6 amanecemos con regalos en los papos y rematamos partiendo la rosca –los precoces se la comen un día antes.
Cambiemos de perspectiva: el 6 de enero termina nuestro maratón Guadalupe-Reyes, y como diría la gordita en carrera citadina de 5 km: no hay nada como el último tramo. La propuesta para este año: cerremos el círculo parrandero, pongamos todo lo que sobra (botellas y recalentados), llegemos a la meta y démonos de baja temporal hasta el próximo maratón, el Vale-Madres (que, por supuesto, empieza el 14 de febrero).
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