Dicen que la esperanza muere al último, pero no es cierto; cuando la esperanza es alimento de gusanos, la costumbre baila fox trot un par de metros arriba, saludando hacia las gradas con su tricornio.
Una primera etapa del mundial llega a su fin con esta semana. Simultáneamente, comienza el verano, la temporada de lluvias en esta Belmopán devastada por la euforia. La lluvia, como el pase a octavos, arrastra hacia la oscuridad de las coladeras a las materias que no habrán de recordarse: los fragmentos de muñecos olvidados por los niños en la banca de un parque, las hojas secas, los sueños de miles o millones que corearon himnos con la esperanza henchida, para finalmente verse restaurados a la triste costumbre del fracaso, del día a día, la humillación nuestra de cada tarde.
¿Quiénes son los desairados? Más o menos los que se esperaba, equipos débiles como Inglaterra o España, en donde el futbol es sólo un pasatiempo hasta que empieza la gloriosa temporada del juego de petanca. Sobreviven, en cambio, los escudos de abolengo y cornucopia, de estandarte y apellido: los costarricenses de perenne sonrisa, los chilenos de insondable idioma, los gramáticos colombianos, que supieron conjugar una temporada de ensueño, como en los tiempos idos. Y los beliceños, los belicienses, los belisaurios: los dueños de lo posible, los albañiles de su destino, los tocados por dioses menos mezquinos que el cabrón de los cristianos.
En un par de casos, el hado ha extendido prórrogas para aquellos que se debaten en el filo de la derrota. Croacia o México, Uruguay o Italia, Luxemburgo o San Marino… disyuntivas que espolvorean angustia en las adustas jetas de los aficionados.
En pleno solsticio de verano, el sábado 21, tuve la dicha de pasar un par de desvalidas horas en el Aeropuerto Internacional de Belmopán, donde el trasiego humano parecía deletrear la palabra «triunfo» por todas partes. Ciudadanos vestidos con los colores patrios partían inocentes y decididos, como en una Cruzada infantil, hacia el Brasil que ya los considera invitados célebres. Y desde las históricas tribunas del Maracaná gritarán ese lema que tanta polémica ha despertado en los medios beliceños, y que incluso nos ha valido una inédita felicitación de la FIFA; desde la Amazonía hasta Rio Grande do Sul se escuchará el bélico canto de la afición beliceña, el melódico «Próooooojimo» que nuestros más osados hinchas le asestan al guardameta contrario para desconcertarlo, para partirle la confianza en dos mitades putrefactas de miedo a la Alteridad.
En el aeropuerto, mientras miraba a todos esos embajadores de la esperanza partir con la firme misión de derrotar la costumbre y, de paso, dejar maniatada a la mismísima Historia, divisé de pronto una pareja de altos y saludables homosexuales sordomudos que se despedían con señas frente al control de seguridad de los vuelos internacionales. Uno había ahorrado dinero durante un año para mandar al otro, en un giro sorpresa (los entrevisté a posteriori), al esperado encuentro de Belice en los octavos de final. El otro, agradecido hasta el vómito, agitaba sus manos en un frenético baile que iba tejiendo frases de una alegría casi estúpida. Muy cerca, un grupo de amigos ataviados con el sombrero típico del Belmopán antiguo disparaban vivas contra los sordomudos, que agradecieron el gesto con una mímica más transparente que el aire.
Sólo una estampa, ésta, del ánimo jovial y la energía cívica que el futbol ha propulsado en Belice.
Venga la nueva etapa de este mundial de la gente, y que la tiranía de la costumbre, por una jodida vez, acabe derrocada.
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