La peor parte del ateísmo no es la carencia de dioses, sino de herejes. Por ejemplo, llegará la Semana Santa, llegará el Sábado de Gloria –el sábado 23 de abril– y pasará algo muy triste: no habrá Judas que quemar.
Los españoles llegaron a México con su dios, pero también con sus herejes. Dicen –qué bonito es utilizar el irresponsable «dicen», ¿no? – que en tiempos del Virreinato la Santa Inquisición tenía la costumbre de quemar unos pequeños muñecos llamados tras el nombre del mítico Judas Iscariote.
Imaginemos a un don Juan del siglo XVII. Sale a la calle, engatusa a dos o tres damiselas, comete tres o cuatro desperfectos, se expone como sacrílego y se hace acreedor a que las autoridades lo persigan. Como las autoridades son las autoridades, don Juan se escapa y se convierte en un prófugo de la justicia. Sin embargo, aún prófugo, la Santa Inquisición lo juzga: «no tendremos su cuerpo, pero tenemos su alma». Confecciona un pequeño muñequito –que según ellos representa al prófugo–, lo cuelga en una plaza pública y le prenden fuego.
Como las autoridades siguieron siendo las autoridades, hubo cada vez más prófugos y, en consecuencia, más tipos de muñecos: variedades de Judas. Artesanos especializados forraban armazones de carrizo con papel, cartón, paja y zacate, los pintaban de negro y rojo ¡y a quemarse! Artesanía efímera.
Ahora, como hemos matado a dios nos hemos quedado sin herejes, sin Judas, sin artesanía que quemar. En la guerra del todos contra todos abundan los traidores, y ni modo que nos quememos a nosotros mismos. La extinción de los Judas como signo de la desvergüenza contemporánea.
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