«Malo para el metate, pero bueno para el petate», nos dijo por acá una amiga. Y nos pareció un contrasentido, pues a fin de cuentas en el metate y en el petate se hace prácticamente lo mismo: machacar, salsear.
El metate, el molcajete y en realidad cualquier tipo de mortero que dependa del impulso humano –incluyendo el petate, por supuesto– son, si no arcaísmos, sí instrumentos que producen salsas demasiado sutiles para el paladar contemporáneo.
Un paladar huero e insustancial no aprecia el tenue y vaporoso sabor de una salsa hecha en un molcajete. Prefiere la salsa enlatada o, en el mejor de los casos, la licuadora. En la era de la rapidez y la practicidad, se prefiere el rapidín al salseo lento, tardo y moroso.
Una lástima, pues no hay mejor salsa que la de molcajete. No sólo está el placer de hacer algo a mano –paradójicamente, el que machaca no se achaca–, sino que además con un molcajete se obtiene el mejor sabor de las materias primas. La salsa, una vez terminada, se deja ahí durante una hora, reposando y obteniendo todos los sabores de la piedra volcánica (como lo hace el vino con la barrica).
Así como ahora vamos al súper a comprar una licuadora, antes los viejitos se iban al monte a buscar piedras. Se llevaban sólo aquellas en las que podían ver un molcajete encerrado adentro, como si fueran escultores. Con mecanismos casi egipcios, subían las pesadísimas piedras a sus burros (también, por cierto, en extinción) y se iban a sus casas a tallar. ¿Quién hará eso ahora, cuáles viejitos?
Habrá que rescatar el espíritu de esos viejitos, deshacerse de la licuadora y conseguirse un molcajete. Y un petate.
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