El zapatero, el camotero, el sastre y el afilador; el barbero, el cantinero, el vigilante y el sacristán, y el monaguillo y el merenguero y el ama de casa y hasta el merolico, todos en peligro de extinción. ¿Qué será ahora de la lotería, por ejemplo?
¿Qué les habrá pasado a los oficios, a aquellos trabajos modestamente complejos?
La principal distinción entre un oficio y un trabajo, llamémoslo, contemporáneo, es que el oficio es común y corriente y el trabajo contemporáneo es exclusivo y pretencioso. El oficio del zapatero vs. el mercadólogo de Nike, por ejemplo. O el merenguero vs. la chica que atiende los helados-de-yogurt-súper-saludables-osea. Los trabajos de ahora suelen ser sosos y simplones, sólo que se disfrazan bajo un velo de complejidad y arrogancia. Los oficios, en cambio, eran trabajos sencillos, francos y supuestamente elementales. Ahora nos enteramos que no eran del todo elementales, que pueden desaparecer y no pasa prácticamente nada.
O quizá sí. Porque los oficios encarnaban, además, la forma más atenta, solícita y práctica de la cotidianidad. La desaparición de los oficios es, en cierta forma, la desaparición de lo ordinario. Y si un oficio es una ocupación habitual, la extinción de los oficios significa no la desaparición de las ocupaciones, sino la desaparición de lo habitual. Y eso, que desaparezca lo cotidiano, sí es grave, pues se nos olvidará que somos simples y ordinarios y entraremos, ahora sí y para siempre, en la era de la vanidad y la petulancia.
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