Desde hace tiempo, cuando alguien muere, no pasa nada. Muere y se le extraña. Hay una ausencia que tiene consecuencias más bien emocionales pero pocas ausencias de sus haceres, de sus deberes. Somos, desde hace tiempo, más bien sustituíbles.
En estas épocas, cuando alguien tiene una habilidad excepcional, cuando alguien sabe preparar alguna receta única o cuando es especialista en algo, normalmente monta una empresa o, de menos, un changarro. Vende, vive de eso y eventualmente enseña a alguien más a hacerlo –casi siempre a álguienes más. Deja manuales y termina con una operación y logística, en el peor de los casos, local. Así hemos progresado, enseñando a los demás a hacer lo que sabemos y permitiendo que, en la interacción, los procesos mejoren.
El martes 16 de julio murió alguien con todo y sus haceres: la señora que hacía panes de frijol –y otros panes por los que no será recordada– y que los vendía a través de una ventana en Ocampo. Con ella, murieron sus panes.
Me enteré de la muerte de la señora por el retuit de un amigo –el delegado de la localidad en la que ambos vivimos tuiteó la noticia. Al leerlo, sospeché qué sucedería: ya no habría más pan. Ella cocinaba, atendía y vendía desde la ventana de su casa. Estoy segura que no le dijo a nadie si freía los frijoles con manteca o con aceite, aunque yo creo que lo hacía con manteca, porque a mí me daban una agrura tremenda cada que los comía, o si le echaba más sal o menos azúcar al pan. No creo que le haya revelado a nadie si horneaba el frijol y el pan juntos o separados o si el chorizo que acompañaba al frijol era de la cremería de los hermanos Coronel o de la Comer. En resumen, no creo que nadie más que ella supiera prepararlos. Y se fue con el secreto. Una cartulina naranja, escrita con letras mayúsculas –con las letras A en forma de triángulo– confirmó mi sospecha: YA NO HABRÁ PAN. POR SU COMPRENSION «GRACIAS».
Ya no habrá pan. Ya no haremos la fila fingiendo que todos nos caemos bien. Ya no pagaremos $200 pesos por una cena más bien sobria y provincial. Ya no habrá donde saciar el antojo de panes de frijol (para los que otro amigo había comprado una sangüichera especial).
Yo nací en 1983. Hay pocas cosas que para mí se han ido con quienes se mueren: las Zucaritas de mi infancia saben a lo mismo que las Zucaritas que venden en 2013. Siempre puedo comer los helados que se me antojan (incluso los de La Mariposa dejaron resuelta la permanencia de sus productos), y hasta he logrado rescatar los bísquets que hacía mi abuela, porque ella sí le dejó la receta a mi mamá. Así que este suceso del pan de frijol de Ocampo me produce algo entre la tristeza y la sorprendente alegría. Me gusta saber que comí algo que ya no se puede comer, que guardo un secreto que ya no será revelado, que he sido testigo de la muerte de alguien y de las consecuencias –gastronómicas, en este caso– de su ausencia.
Señora de los panes de frijol, descanse en paz.
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