Varias veces hemos caminado por nuestros barrios solamente para ser sorprendidos por un ladrido aéreo. Volteamos al cielo en busca del canino alado solamente para encontrarnos con
un chihuahua-poodle irascible en pleno precipicio, balanceando su hocico al abismo que es la calle (y nosotros).
En esta imagen no vemos uno, sino cinco perrazos con porte de concurso que —desilusión total— son de plástico. Y nomás para completar el timo, la farsa: todos fueron encerrados (¿por su propio bien?) entre púas y varillas.
Aquí hay una de tres: o alguna vez hubo una manada de perritos que terminó por dar el paso, y los perritos «de chocolate» son su monumento; o todo es pura vigilancia, destantean al ladrón
con su comedia; o de plano todo es una instalación artística sobre la carencia de precipicios (los perritos que no pueden babear la banqueta).
Es la idea del perro en la azotea, que ni ladra ni muerde, arrumbado en el techo porque en el suelo ya no cabe, un ejemplo del paisaje alrededor de nuestros centros históricos: atiborrado e incoherente. Tremendo.
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