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Shakespeare en la pantalla

Han pasado 450 años desde el fallecimiento de William Shakespeare el 26 de abril de 1564 —una fecha incierta, como su nacimiento o su mismísima existencia. Los eventos organizados para celebrarlo atraviesan el globo terráqueo, desde México con el Cervantino hasta llegar a Italia con el Festival de Cine de Venecia. Los textos que se le han atribuido —de la comedia a la tragedia— primero invadieron los palcos de todo el mundo con esa capacidad de poder hablar de las múltiples facetas y distorsiones del ánimo humano, sus alegrías y dolores. Luego llegaron al cine para permitirle al público —cada vez más amplio— comparar la tragicomedia que le pertenece al hombre. En su eterna necesidad de encontrar una válvula de escape, de rememorar la catarsis de la tragedia griega que solía llenar los antiguos teatros, el ser humano siguió a Shakespeare con gran atención hasta las salas cinematográficas.

En el lanzamiento de las primeras películas históricas italianas, una casa productora estadounidense (American Vitagraph Company) empezó a comisionar películas inspiradas en las obras del dramaturgo inglés. Una de las primeras cintas, la tragedia de Julio César, fue filmada en 1914 por el director Enrico Guazzoni en el mejor escenario: Roma. Y aunque al principio el séptimo arte era mudo, Guazzoni fue capaz de dar voz a los diálogos escritos por Shakespeare. Luego, con la introducción del sonido, se volvieron legendarios los alucinantes encuadres en blanco y negro de Orson Welles en sus Macbeth, Falstaff y Othello. También están las películas de Laurence Olivier que, con su adaptación de Enrique V en 1946 y El mercader de Venecia en 1970, pasó a la tragedia del blanco y negro al color. Después, el mismo Olivier inspiró al irlandés Kennet Branagh con su magnífica interpretación en la versión de 1989 de Enrique V.

Shakespeare también fue parte de la inspiración cinematográfica fuera de Inglaterra. En Japón, Akira Kurosawa filmó su propia versión de Macbeth con la película El trono de sangre. Por su parte, el alemán Ernst Lubitsch dirigió Ser o no ser que, bajo el pretexto de una puesta en escena de Hamlet, hace una sátira de los nazis durante la Segunda Guerra Mundial. Y en México, la ligera adaptación de Romeo y Julieta, dirigida por Miguel M. Delgado y protagonizada por Cantinflas.

Además del cine clásico, las obras del dramaturgo inglés también inspiraron otros proyectos como el musical West Side Story de Jerome Robbins y Robert Wise que, partiendo de Romeo y Julieta, ofrecieron su propia interpretación al drama de amor por excelencia. También encontramos a Shakespeare en el cine de ciencia ficción con Forbidden Planet de Fred M. Wilcox, donde vemos una variante de la obra La tempestad; y en una de las películas más experimentales de Gus Van Sant, My Own Private Idaho con Keanu Reeves y River Phoenix. Otro caso son los cuadros de La Tempestad de Peter Greenaway con la música obsesiva de Michael Nyman para embellecerlos.

La obra de Shakespeare también es capaz de introducir la vida en el arte; o viceversa: el arte que se infiltra en la vida, donde un actor es capaz de interpretarse a sí mismo, en el drama y la verdad que se reconstruye en el escenario. Por ejemplo, el sorprendente Ricardo III de Al Pacino, con el cual el actor indaga sobre la vida a través de la ficción. Incluso la representación no acepta ser relegada en la simple bidimensionalidad de la pantalla grande: empuja, lucha, se agita. Lo demuestra La rosa púrpura del Cairo de Woody Allen con una Mia Farrow que huye del blanco y el negro de la ficción para entrar al color de la realidad. Lo mismo sucede con la tragedia: supera los límites del final feliz y se encuentra con las almas frágiles de grandes actores. Nos lo han enseñado Philip Seymour Hoffmann, Robin Williams y hasta Heath Ledger. ¿Cuántos más faltarán? Cada muerte como un recordatorio del hombre que puede convertirse en víctima de sí mismo al no poner fronteras entre la vida y la ficción; una demostración de la crueldad del ser humano ante la tragedia ajena, utilizando instrumentos como las redes sociales y el poder de la web para transformarse en directores cobardes y atacar las memorias de los actores.

Parece ser que la única forma de sobrevivir con la tragedia es regresando a la catarsis que nos enseñaron los antiguos griegos, entregados a la representación, ayudándose a enfrentar sus demonios. Nos lo muestra el documental César no debe morir realizado por Paolo y Vittorio Taviani en 2012, donde un grupo de encarcelados ensayan una representación dramática de Julio César en una prisión de Roma. Condenados de por vida a permanecer en su jaula de concreto, el teatro se convierte en una forma de soportar el destino (y quizás salvarse). Algo así nos pasa a nosotros con el cine, salimos más ligeros de la tragedia, de la oscuridad de la sala, para volver a nuestras simples vidas. Y eso también hay que agradecérselo a Shakespeare.

 


Este artículo apareció en el suplemento especial de otoño 2014, El cine, dentro de la edición 24 de Sada y el bombón.


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