Nunca callaría a la ciudad, de verdad, no acompañaría mi caminata callejera con audífonos, y menos si estos tienen reductor de ruidos (cosa que muchos alardean de tener con orgullo). Yo no soy melómano, no tengo intención de serlo, pero tampoco me desagrada la música, si es que ésta aparece mezclada con el sonar urbano. No, nunca callaría a la ciudad. Y no lo digo en el sentido romántico decimonónico del asunto, lo digo por sobrevivencia. Un ejemplo simple y precario: ¿cómo saber que está pasando el camión del gas sin escuchar su estridente grabación? Bañarse con agua caliente es una necesidad básica del ser urbano, y no en todas partes hay gas entubado.
Otro ejemplo son los automóviles, éstos son el objeto clave de las sociedades citadinas, al punto de ser considerados en la arquitectura misma. El sonido de su claxon es evidente, pero el ruido propio del movimiento de los automóviles es como la agitación de las hojas tocadas por un depredador. Uno aprende a identificar qué tan lejos está, qué tan rápido viene y para dónde hay que moverse cuando se acercan a envestir. Los urbanos más cultivados al respecto presumen poder identificar el modelo de un auto por el sonido de su motor.
Pero no puedo negar que sí hay algo de romántico en el sonido de los pasos de otros seres urbanos, en el conjunto de voces en los espacios públicos, en los choques de cerámica de las cafeterías, en las historias de los pasajeros de los autobuses, aún en las melodías que aparecen y que cambian de tienda en tienda, de auto en auto, o de tono de celular en tono de celular.
Cualquier sonido urbano es más real y vívido que cualquier marañas de pensamientos, que tal como ésta no me dejan escuchar más allá que mi cabeza. Nunca callaría a la ciudad, pero a ratos sí callaría a mis soliloquios urbanos.
Ruidos urbanos
Roídos urbanos
Oídos urbanos
Oí dos urbanos
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