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Los barrios y la anatomía urbana

La ciudad jamás debe ser considerada como un territorio indivisible. Al contrario, su estructura tiene centros y extremidades, tiene barrios; órganos pavimentados, corazoncitos de piedra y varilla. Es la suma de distritos lo que hace a una urbe. Eso y los retazos de calles y callejones, la materia sobrante que sólo es vivienda y asfalto. Los barrios son el espíritu de la metrópoli, la médula del esqueleto urbano.

Conocer un nuevo lugar nunca será divisar el monumento local o la plaza popular. Andar en la ciudad de México no es el paseo automovilístico por Reforma, es contemplarla en la Roma, la Juárez, la Cuauhtémoc o Coyoacán. Es, también, leerse sus colonias de la mano de unos detectives salvajes o una María Font paseando por la calle Colima. Lo que importa no son los edificios, sino los que pasan –y pasaron– fuera de ellos.

Un barrio es, quizás, la arcaica representación de un Estado, la primera delimitación de una sociedad, un territorio y una soberanía costumbrista. Entrar a un lugar así es acordar silenciosamente reglas de comportamiento. Por ejemplo, Madrid es la suma de minúsculos barrios, compendios de calles, plazuelas y callejones que al dar la vuelta en la esquina se convierten en otros. Caminar por el barrio de Malasaña es aceptarlo como el otrora refugio de la movida madrileña y luego, a menos de cinco calles, es toparse con Chueca y la diversidad sexual para seguir –y terminar– en el casto y acomodado barrio de Salamanca. En menos de cuarenta minutos hay que reajustarse tres veces el consenso social.

Hay que ver el mapa como la anatomía metropolitana, con sus múltiples núcleos que se expanden y se multiplican con el tiempo, se concretan y, de pronto, construyen la ciudad. París no es París, es Le Marais, Montmartre, Montparnasse y el Barrio Latino; Nueva York son sus villas urbanas, y Londres no es uno sino muchos. Incluso las pequeñas ciudades tienen sus núcleos de personalidad. Por ejemplo, la mejor parte de Valencia no es la playa, sino el distrito milenario de El Carmen. Lo mismo pasa en las ciudades coloniales del centro de México: Guanajuato, San Miguel de Allende y Querétaro son, antes que nada, sus centros.

También hay ciudades que no son ciudades, que no son un aglomerado de barrios, que carecen de personalidad. Son esos pobres desarrollos periféricos –o no tan periféricos– los que uno tiene que evitar. Es mejor sacarles la vuelta, borrarlos de tu mapa y ya. Carecer de una cultura barrial es la lenta desaparición de una ciudad.

Cuando uno asimila al núcleo urbano como un montón de corazones que bombean a los habitantes, se comienza a entender la relación que tenemos con los barrios y las ciudades que conforman. Nosotros como la extensión del barrio en el que vivimos. El hombre como la ciudad, los edificios y transportes que se impregnan en las venas.
 


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