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Vida, verano y vino –sobre El vino del estío, de Ray Bradbury

Uvas. Las hay largas, delgadas, blancas, gordas, dulces, rojas y moradas. Los diferentes tipos de uvas, la variedad de vinos, pero ¿un vino de diente de león?

Cada año el verano trae consigo a las vendimias: la cosecha de uva en los viñedos. Beber un vino provoca buscarlo, viajar al viñedo para entender de dónde vino. Para algunos cuantos, el vino es sinónimo de comidas, fanciness y celebración. Para otros, como Ray Bradbury, el vino es simplemente vida y verano: El vino del estío.

Es curioso pensar que «el padre de la ciencia ficción», conocido por obras como Fahrenheit 451 o Crónicas Marcianas, haya escrito en El vino del estío una especie de autobiografía, una historia llevada a cabo en Ohio, Illinois (3,002 km al norte de Querétaro, 29 horas de viaje en automóvil según GoogleMaps), en 1928, inspirada en los veranos que pasaba con su tío.

A Douglas Spaulding, el protagonista de este libro, le llega la vida en los primeros dos capítulos del libro. El momento en el que por primera vez en doce años vive y lo sabe. Como si su corazón bombeara sangre por primera vez, sus venas se expanden, sus poros se abren, todo se mueve, todo se encuentra ahí. Desde la tercera persona, el narrador, no ajeno a los pensamientos de los personajes, cuenta la historia procurando utilizar descripciones sensibles: «pasaba con violencia por los dientes entrando como hielo, saliendo como llamas». En capítulos cortos, de no más de tres páginas, cuenta las vivencias de la gente del pueblo. Las cosas simples como anécdotas dejan ver su verdadero significado. Bradbury utiliza el pensamiento de Doug y su hermano para hablar sobre la vida, la felicidad, la nostalgia o incluso la muerte. Hay una escena que se me quedó grabada por la intensidad de la imagen vista desde los ojos de un niño de siete años: «La muerte era su hermanita una mañana de sus siete años, cuando despertó miró la cuna y vio que ella lo miraba con ojos ciegos, helados, azules y fríos».

Durante el libro uno la pasa bien conociendo las historias que la gente tiene que contar, las vivencias de cada personaje se entretejen conforme avanzan los capítulos para decir, al final, que sin la muerte la vida no es posible. Bradbury deja ver la vida y los recuerdos de un verano cambiante enfrascados, almacenados e impregnados en el vino cosechado por la familia Spaulding. Vino de diente de león. Vaya analogía: «Una flor común, una maleza que nadie ve, sí, pero para nosotros algo noble, el diente de león». Una vida –la maleza, el estorbo– que para los Spaulding es sagrada.

Leí una y otra vez este libro con la intención de entender el significado de cada párrafo, oración y palabra. Sólo descubrí que no hay más significado que el que ya tiene. Las palabras le dan nombre y forma a nuestros pensamientos, pero las cosas están ahí tal cual son. El vino se cosecha y ya. De cada quien depende el verano que le hace recordar. Estas cosas que pasan a la vez y que tienen un fin, a este proceso al que llamamos vida, no lo podemos transformar o detener. Realmente sólo ocurre y ya. Si pones de verdad atención podrás sentirla cuando pase, si no, antes de que te des cuenta, habrá terminado. El valor de El vino del estío es la capacidad de Ray Bradbury para simplificar, en anécdotas cotidianas, temas que han llevado a la humanidad a debatir por años. Qué necesidad de una lógica compleja cuando se puede leer a Douglas diciendo «No corras. Cuando corremos la vida pasa más rápido. Es mejor si nos sentamos y nos quedamos quietos, así pasa más lento».

Al vino lo podemos enfrascar y tener en reserva a lo largo de nuestra vida, podemos ir a buscarlo solos o acompañados, pero cada quien escogerá el que le sirva en los momentos en el que necesite una copa, para que el calor de los recuerdos los llene por completo. Como bien diría mi profesor de literatura: «el vino sabe a lo que sabemos».

 


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