Zona Maco es, ante todo, un remate sobre remate, una abrumadora colección compuesta de muchas otras colecciones. Módulo tras módulo, escultura tras escultura, pared tras pared, Zona Maco es su estilosa magnitud; el tamaño y la extensión. Es ver tantísimo objeto, cuadro y escultura en un mismo espacio –la galería de galerías.
Usamos la palabra «zona» para delimitar una superficie, encuadrar cierta geografía en sus términos y características. Zona Maco tiene, también, límites invisibles: el acento intelectual, los asistentes (casi) uniformados, el blanco de los stands, las obras sobrevaloradas y el aire de suntuosidad. La feria es una frontera entre el paisaje defeño y el arte moderno, la barrera entre una alfombra polvorienta del Centro Banamex y un espejo que se vende en libras. La curaduría más grande del evento son esos límites que filtran, seleccionan, enfocan y definen al visitante.
Los demasiados visitantes: pantalones entubados, señoras en busca del nuevo adorno, los artistas emergentes con sus lentes de pasta, las playeras holgadas, los curadores de traje y corbata, los empleados de las galerías sentados en el aire acondicionado, las barbas, los mirones, los apreciadores, los familiares, las activaciones publicitarias y los medios impresos; la feria como un montón de personajes reunidos –o colgados– alrededor del arte.
Siempre dicen que el arte contemporáneo es subjetivo, y esa parcialidad se multiplica en Zona Maco: la feria de los inconformes, de los muchos puntos de vista, del pedazo de cartón que le gusta a uno pero al otro no. Pero dentro de todo eso no existe la clásica presunción, no se mira al de a lado con desdén, nadie fuerza la compra, todos explican la obra con gusto y satisfacción. Quizás, como evento público, la industria artística enseña su cara menos pretenciosa, más amigable, dispuesta y ordenada.
Zona Maco no es la mejor muestra de arte de Latinoamérica, es la más grande. Y ese adjetivo mayúsculo la convierte en una feria digna de visitar: por su monumental organización, por el desmedido vaivén de artistas y espectadores, por su enorme catálogo, por los extensos pasillos y, sobre todo, porque nos acerca –de manera colosal– a esa extraña figura que es el arte contemporáneo.
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