Dumbo, el arte y el futbol; sobre la fascinación que tenemos con los fraudes, las farsas y la ilusión de realidad.
Creo que comencé a interesarme en los charlatanes cuando dejé de creer en Dios. Cuando mis propias mentiras dejaron de ser verosímiles, sobre todo para mí. O quizá fue al revés y me sucedió lo que a Dumbo: preferí creer en la ridícula pluma que me ofrecía un ratón antes que en mis orejotas. De ese tamaño es mi zoquetería. Elefantesca.
Es como un falso candor o una necia ingenuidad. Más que engañar, me gusta sentirme ligeramente timado. El pintor británico Lucian Freud decía que «la promesa de la felicidad se siente en el acto de creación, pero desaparece antes de finalizar la obra, pues es cuando el pintor se da cuenta que es tan solo una pintura lo que está haciendo; hasta entonces casi se había atrevido a esperar que la pintura podría brotar en vida». Esa ilusión-desilusión que creo conforma el trabajo de cualquier artista la veía de forma clarísima, casi vívida, en algunas charlatenerías.
Empecé así a coleccionar imposturas, fraudes y todo tipo de farsas. En mi casa tengo una caja más o menos grande con notas periodísticas, libros, películas, fotos de pinturas, reportes financieros, récords olímpicos… Cualquier timo con el que me topo va a dar a esa caja. Eso sí, antes de echar el material ahí, le saco una copia. Tengo, pues, puras copias originales. Algunas son más elaboradas que otras. Por ejemplo, para F for Fake, el antidocumental de Orson Welles, conseguí una copia pirata y mandé a hacer una cajita de madera y un folleto especial para que pareciera la edición de lujo de la película. Colecciono falsificaciones auténticas.
Hace cuatro años, durante el Mundial en Sudáfrica, me di cuenta que a mi caja le faltaba un tipo de embuste que hasta entonces no había considerado: la copia que se forma y aparece antes que el original. Lo auténtico no existe sin su contraparte falsa, eso ya me había quedado claro, pero lo que todavía no sabía era que esa sentencia funciona también a la inversa: existen posibles fraudes en busca de algo real y verdadero que los defina. Hay por ahí un montón de esperanzas esperándonos.
La copia esperanzada que pedía mi caja de farsas consistió en un libro sobre el Mundial. Durante Sudáfrica 2010, el escritor mexicano Juan Villoro y el argentino Martín Caparrós intercambiaron de forma pública cartas para comentar cada partido. Al ritmo de los pases, de los goles, al ritmo de las expectativas y los resultados, Villoro y Caparrós se enviaron impresiones sobre el Mundial, se dirigieron cizañas, esbozaron gambetas lingüísticas para intensificar ese juego que sucede en la memoria de las tribunas. Durante un par de meses copié esas cartas, las edité, me pirateé otros textos para tener algún prólogo y epílogo, me inventé una editorial, un ISBN, un depósito legal, le pedí a un amigo que me ayudara con el diseño e hicimos un libro. Imprimí ocho ejemplares: seis para mis amigos (reales e imaginarios), uno para Villoro y otro para Caparrós.
Como no expliqué el embuste, recibí a cambio una amenaza real de demanda por violación de derechos de autor. Lo bueno es que como la editorial, el número de ejemplares y casi todo lo que tiene el libro es falso, la demanda, de existir, se convertiría en una cotorra contrademanda. Grítale al vacío y obtendrás tu propio eco. Sucede como en Fight Club: si te peleas con algo o alguien imaginario, sólo (y solo) terminarás peleándote contra ti mismo.
Dos años después del, digamos, Villorogate, la editorial Planeta publicó el libro original. Se llama Ida y vuelta y se vende casi en cualquier librería. En las primeras páginas hay una brevísima nota donde se menciona el libro pirata que –no olvidemos– se formó y se publicó dos años antes.
Lo que me interesa de este caso –que bien podría ser imaginario– es la conversación que puede generar sobre el concepto de autenticidad. Pensamos que quien pega primero pega dos veces, pero luego se mete a la pelea un Goliat editorial llamado Planeta y hace que la primicia sea irrelevante. Hay copias que existen antes que su original.
La realidad, en el fondo, es sólo un truco. O tal vez no. Pero lo que sí es cierto es que lo falso contamina lo auténtico. Lo ensalsa, lo suaviza y lo intensifica. Todo al mismo tiempo. Así, defraudándola, es como la realidad se vuelve quizá no infinita, pero sí mucho más potente. Si ponemos una manzana imaginaria dentro de la canasta de manzanas reales, la manzana imaginaria obtendrá ciertas cualidades reales, pero también sucederá el proceso contrario: las manzanas reales se tornarán un poco difusas, levemente imaginarias. Lo mismo, creo, sucede con las ideas y con los sentimientos.
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