Algo tiene el libro que la gente lo respeta. Quién sabe qué sea. Como si le tuvieran miedo, como si los libros dijeran de verdad algo importante, como si entre tantas hojas y tantas palabras estuviera escondido el secreto del mundo. ¿Por qué se habrá hecho el libro de esa fama? Completo y absoluto misterio.
Con el cine o con la tele no sucede eso. Ni siquiera con el «cine de arte». Si me encuentran un lunes cualquiera viendo la televisión por la mañana, soy una floja. Qué más da si el programa es metafísico o científico, si tres filósofos debaten la existencia humana o si dos doctores presentan una nueva tecnología sustentable que terminará de una vez por todas con el petróleo. No importa lo que esté sucediendo adentro de esa pantalla cada vez más plana, la televisión arrastra una fama de pereza, simpleza y bobería.
Con el libro sucede lo opuesto. Si lees, digamos, un libro a la semana, de inmediato eres catalogada como «intelectual». Si tan solo supieran lo que está leyendo esa «intelectual», si supieran que se está entreteniendo más que la «floja» que está viendo la televisión. Si supieran que después de quinientos o mil libros la «intelectual» no logra ser más culta o más simpática, si supieran que ni siquiera ha logrado darle significado a la palabra «intelectual». Si supieran…
Por supuesto están los libros «prácticos»: los libros de «auto auxilio», los que te ayudan a ser mejor persona, los que te dicen cómo vivir tu vida, cómo ganar dinero, cómo gastar ese dinero que acabas de ganar, los que te enseñan a comprender la civilización griega en dos o tres páginas, los que dicen las mil y un verdades del mundo, etcétera. Que quede algo bien claro: esos libros no son libros, son folletotes muy bien empastados.
Y perspicaz como tú eres, querido lector, aquí no recomendaremos folletotes. Aquí recomendaremos libros inútiles; libros no con verdades y secretos, sino con pura, llana y deliciosa literatura.
Después de Hipotermia y Vidas perpendiculares –sus últimos dos libros– a Enrigue le llovieron todo tipo de flores: que es un escritor con la gracia de Borges, que escribe con la precisión de Vila-Matas, que tiene el lirismo salvaje de Bolaño… Aquí, de menos, leímos los libros con entero placer; recuerdo que el bombón se puso lapidario: «Enrigue es, sin duda, el mejor escritor vivo de México».
Aunque Decencia sea su novela más conservadora, aunque sea una novela, ay, decimonónica, Enrigue sigue filoso: «siempre he puesto empeño en estirar las estructuras hasta el sitio en que se quebrarían si las jalara un centímetro más. La luz puesta en el lenguaje. Cuántas cláusulas puedes meter en una frase sin que se extravíe el lector, hasta dónde llega el olor de un adjetivo, en qué momento deja de significar un tropo».
Creo que queda claro: Decencia es una de esas lecturas necesarias. Aquí una crítica.
Todo Perec es un agasajo. So pena de quedar encantado y leer absolutamente toda la obra de Perec, recomendamos aquí Las cosas, su primera novela.
Es una novela brevísima, de esas que se leen de un tirón una tarde cualquiera. Las cosas narra las aspiraciones sociales de una joven pareja de clase media, una pareja que tiene buen gusto pero no el dinero para disfrutarlo: «Les habría gustado ser ricos. Creían que habrían sabido serlo. Habrían sabido vestir, mirar, sonreír como la gente rica. Habrían tenido el tacto, la discreción necesaria. Habrían olvidado su riqueza, habrían sabido no exhibirla. No se habrían vanagloriado de ella. La habrían respirado. Sus placeres habrían sido intensos. Les habría gustado andar, vagar, elegir, apreciar. Les habría gustado vivir. Su vida habría sido un arte de vivir».
La aventura de tener deseos que te sobrepasan, la eterna insatisfacción. El peso de los sueños, la carga de la imaginación. Y todo narrado con una gracia exquisita.
Supongamos que no te gustan las novelas, que no entiendes el por qué de las historias inventadas. O aun mejor: supongamos que no sólo te gustan las novelas, que te gustan también los ensayos, las crónicas o la simple delicia de la palabrería bien articulada.
Manual del distraído es un libro híbrido, con textos misceláneos; una mezcla de memorias, relatos y ensayos. Un libro que se escribió –y por lo tanto debe de leerse– «sin planes, sin pretensiones cósmicas, con amor al detalle».
El espacio nos limita; nos faltaron varias recomendaciones: Los minutos negros, de Martín Solares; El inquilino, de Javier Cercas; Seda, de Alessandro Baricco; Si una noche de invierno un viajero, de Italo Calvino; absolutamente todo de Jorge Ibargüengoitia; y los libros con garantía incluida: Las batallas en el desierto, de José Emilio Pacheco; El viejo y el mar, de Hemingway; García Márquez hasta 1985; La novela del curioso impertinente, de Cervantes…
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