Con esta entrada cerramos la serie «¿Cómo leo? –Las lecturas y sus lectores». Aquí Luis Bernal habla de la lectura como otra de las formas de la escritura, acaso la más lograda.
Todas las entradas de esta serie estuvieron ilustradas por Óscar Rieveling.
Recuerdo que en mi primer salón de clases era el único que podía leer un párrafo sin tartamudear, sin cortar palabras o inventarme pausas. Los niños me veían raro, la maestra no se lo creía y mis padres presumían –discretamente– en las juntas de una escuelita con vista a la (casi siempre gris) ciudad de Puebla.
A los 6 años me convertí forzosamente en el lector oficial del grupo. Si la maestra organizaba una presentación de trabajos, yo era el indicado para leer un texto de introducción o agradecimiento. Si quería tomarse un descanso, yo continuaba la lectura. Si todos leíamos (cantábamos) un párrafo de nuestros libros de texto, yo me desesperaba. Pasé la primaria leyéndoles a todos sobre las tablas de multiplicar, el Sistema Solar, la Revolución y –ya más grande– leyendo párrafos de Bradbury, Calvino, Chesterton y Wilde.
Creo que de tanto leer acabé escribiendo. De hecho, la lectura me iba mucho mejor que la escritura. Mis primeros textos fallaban totalmente en el ritmo y la puntuación. Si yo los leía, no había problema: la coma estaba donde debía, las pausas eran notorias y la narrativa guardaba su coherencia. Pero, si ese mismo texto era leído por alguien más, las oraciones se extendían de más, las comas desaparecían y todo era un desastre. Aprender a escribir textos fue aprender a igualar lo que leía en mi cabeza, volver visibles las pausas de mi respiración.
Escribo leyendo, y antes de todo eso escribía en voz alta. Esa paz obligada del salón me permitió disfrutar de las pausas, las líneas y puntos, el brincar de palabra en palabra y recorrer párrafos enteros, como Cosimo rampando sobre los árboles.
Ya casi no leo –o escribo– en voz alta, en algún momento se me fue el valor o las ganas. Ahora leo y releo para mí: libros, revistas, trabajos y textos como éste. Nada más exquisito que transitar una y otra vez por las oraciones, eliminando pausas innecesarias y dividiendo ideas.
Leo porque es lo mejor que sé hacer: acostado en el sofá, sentado en el piso, en la cama con el cuello torcido y mientras como. Leo porque creo que el mundo se construye con lecturas. Pronuncio y mis cuerdas vocales edifican mi niñez, el Sistema Solar, los textos fallidos, Puebla y El barón rampante; primero con los ojos y luego con los labios. Leo este párrafo en voz alta y, como rezo de génesis pagano, todo se vuelve más tangible y cimentado.
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