Las formas son finitas, incluso acotadas. No puede uno reinventar el molde de la columna mundialista por puro ánimo iconoclasta. Hay un código, unos lugares comunes, un léxico y un arsenal de metáforas de los que no es conveniente salirse. Esta exigente tradición prescribe: antes de que haya partidos, rememora: el futbol y la infancia, la relación con el Padre, el tiempo escanciado en los cuatrienios de la hipercitada cita. Empezando por ahí estoy jodido: tengo una memoria francamente mediocre para lo relacionado con los deportes. Incluso a corto plazo: en las cascaritas de la primaria podía olvidar cuál era mi portería antes del medio tiempo. Pero ya dije: no voy a defraudar al lector hipotético: Vamos Belice se aferra al cliché con las pinches uñas.
Por el lado afectivo, mi relación con el futbol queda debiendo. Evoco con ataques de ansiedad el páramo terregoso y sembrado de piedras, en algún cerro de Cuernavaca, donde entrenaba mi equipo de la secundaria, el Etailil –nombre impronunciable que ni siquiera arroja resultados en Google. El uniforme era, o así lo hubiera clasificado Bob Ross, color verde vejiga. La ansiedad da paso a un fastidio que raya en lo rencoroso cuando recuerdo los entusiastas consejos del padre: «tienes que correr más por la banda», «mira a tus compañeros», «aguas con el defensa de labio leporino». Una vez metí un gol contra los blandengues del Jean Piaget porque todos podemos equivocarnos con suerte de vez en cuando.
En cuanto al muy comentado «Estado de excepción» que el Mundial instaura, ese «paréntesis» o «tiempo sagrado» que columnistas más agudos que yo refieren con solvente prosa y media puta tonelada de cursilería, sólo voy a conceder una cosa: tiene cierto encanto que todas las conversaciones converjan en un mismo tema, sobre todo para los que quedamos al margen, contemplando desde un silencio bovino la camaradería que se tiende sobre todos los comensales de cierta cantina cuando alguien enuncia con impostada sapiencia una opinión sobre la tibia de Messi, el metatarso del Maza o la pasión de Marchisio. La fraternidad de los otros, de todos esos que saben, disfrutan y hablan de futbol, me retuerce de envidia. Quiero ser parte de algo, de eso. Quiero invitar una ronda cuando el equipo al que le voy pare un penalti imposible. Quiero ondear una bandera y dar siete vueltas a una glorieta simbólica tocando el claxon como un primate en un Chevy. En ese sentido, esta columna, que dará seguimiento puntual aunque siempre fallido (no tengo ni remota idea de lo que estoy hablando) a la Copa del Mundo, es mi modesto intento por pertenecer a algo, mi chato y acrítico modo de sumarme al grito de la época, el apasionado gesto de llevar mi copa hacia el brindis colectivo –casi puedo anticipar el estrépito de vidrio roto.
Finalmente, esto: toda columna previa al Mundial (aunque a estas horas, según me dice alguien en la oficina, ya debe estar empezando) debe posicionarse en el abanico de las expectativas. Los más romos columnistas conciben sólo dos posibilidades: el pesimismo con respecto al papelón de la escuadra patria o el optimismo aderezado de datos. No me interesa esa falsa disyuntiva: yo estoy convencido de que ganará Belice.
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