No los culpo, fatuos lectores, por desatender el partido de Belice, primer encuentro del Grupo J, pues entiendo que una filiación nacional los obligó a contemplar con el corazón en la mano, a esa misma hora, el debut mundialista de la selección mexicana ante un rival imperioso, de gran tradición futbolística, favorito para campeón, subcampeón y tercer lugar, que se llevara varias medallas de plata y alguna de latón en el Mundial de Invierno de Xóchitl 2012: Camerún.
No los culpo, digo, pero sí me veo obligado a amonestarlos por su estrechez de miras, esa afición con anteojeras que les impide disfrutar con el mismo entusiasmo los encuentros que no tienen al tricolor por protagonista. De no ser ustedes tan obtusos, le habrían cambiado de canal al menos incidentalmente para seguir la intachable actuación de Belice ante un rival cuyas siglas eran RHF y del que nunca pude descifrar nombre o geografía, pero que intentó las más rastreras estrategias para segar los sueños de una nación que, pese a sostenerse en el filo de la ficción narrativa, ha cosechado admiradores discretos en las más improbables regiones del mundo al unánime clamor de «Vamos Belice».
Los minaretes del centro histórico de Belmopán repetían el heroico resultado alargando las vocales de ese inglés remojado en sudores caribeños. La Escuadra de Mimbre, el Telón de Chakira, La Coja, el Inclemente Huracán, es decir la selección beliceña, dominó a un tiempo al incógnito contrincante, al clima agresivo de la Amazonía y a su propio Destino, para imponerse en los alrededores del medio tiempo con un empate a ceros del cual ni los más osados habrían podido arrancarla. El empate es celebrado en cada tienda de ultramarinos de esta ciudad que parece arrasada por un Dios de la quebradita, por una guerra de vítores o un tsunami de serpentinas cuidadosamente caligrafiadas con la leyenda que propios y extraños, perros y gatos multiplican por las arenosas calles: «Vamos Belice»; una pura afirmación que no se cuestiona el adónde, pues lo primero es llegar y ya luego veremos.
Mientras a Giovani le privatizaban dos goles en aras de un progreso intangible, Belice demostraba su grandeza empatando con un marcador nihilista que, por azares del tardocapitalismo, abarató el aguardiente en la costa de cierta región del Caribe. En la rueda de prensa, la elocuencia del abanderado de la Escuadra de Mimbre fue la de un Pericles en anfetaminas: desgranó las oportunidades que su equipo tuvo el tino de considerar insulsas cerca del arco de ese rival críptico y malintencionado al cual todos se referían por las siglas, o como «los de albaricoque» –en obvia referencia a la tintura de su uniforme.
Hasta ahí la crónica de nuestro irrefrenable éxito.
En otras noticias, el otrora campeón del mundo, la escuadra postnacional que en citas internacionales juega bajo el nombre de España, sufrió un revés a la altura de su retaguardia, merced a la propensión de su portero a salir del área chica como si hubiera un incendio. De ahí que el barrio neerlandés de Belmopán se haya visto inundado por miles de tulipanes y ondeen en sus calles las banderas con reproducciones de Vermeer y de Holbein el Viejo.
Vaya desde aquí un caluroso saludo a toda la comunidad flamenca de Belice.
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