Ha sucedido: Belice está fuera del Mundial. Nuestras ilusiones son los ríos que van a dar al mar, que son los octavos. Lo único cierto es esto: hay más días que lentejas. Es decir: todo plazo se cumple. O mejor: toda hora, por funesta que parezca, llega. Llegó ésta: la hora triste, la que se alarga y reblandece la materia del tiempo; la hora que se estanca en la garganta de los aguerridos; la hora crüel, con diéresis.
No pude sustraerme a la congoja, al espanto, a la ira. Porque el asunto es este: fuera del Mundial, lo que hay es el mundo. El pinche mundo. Grisáceo, cotidiano, predecible, lleno de vendedores de seguros y de gente que te dice «Le pido de favor que no diga tanta cochinada frente a mis niños» cuando citas a Kierkegaard en la cola del súper. Ver a Belice fuera es un primer atisbo de lo que se viene: el final del Mundial, pero también otros finales: el de la juventud, el de la salud, el de la vida sentida y sensible.
He tardado algunos días en escribir esta entrada porque las palabras se enquistan ante la injusticia. Ya lo he dicho: injusticia. Inclinación de la balanza a favor —de quién sería— de los de siempre. Me duele Belice.
La Serenísima República de San Marino ganó con el más viejo de los trucos, el Matusalén de las estafas, el decano de los agravios: el chapuzón, el salto al vacío que Yves Klein perfeccionara en el Mundial del 50.
Y ante ese atropello a la razón, frente a esa ruptura unidireccional y malintencionada del contrato social, los beliceños no pudimos sino tragarnos la rabia, como venimos haciendo desde casi siempre.
O más o menos: hubo protestas, conatos de insurrección en los camellones de Belmopán… y la válvula de escape de las redes sociales, ajonjolí de todos los caldos beliceños. Yo mismo me sumé a esta turba: arengué a las masas enfurecidas y las convoqué a destruir los productos lácteos que importamos de San Marino. Mi condena: me hicieron caso. «Los disturbios de julio», le dicen ahora a las tristes consecuencias de mi público llamado a la desobediencia. «La guerra del penalti», titulan los amarillistas.
No escribo esto para ganarme el favor de los lectores del presente, pero sí para que mis biógrafos sepan que en la lucha por la reivindicación de Belice estuve dispuesto a todo —menos a la modosita estrategia de conformarme.
¡Desconozco el Mundial, sus turbios métodos! ¡Renuncio al dictado de lo aparente! ¡Viva el mole de guajolote! Debemos ganar las fuerzas de la ebriedad para la revolución, decía Walter Benjamin. Y en Belmopán las fuerzas de la ebriedad son más constantes que las de la física, así que tomen pan y mojen, vecinos de arrebatados bríos.
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